UCI Pediátrica: cables, cuentos y un cuidado esencial
En la Unidad de Cuidados Intensivos de la sede de Pamplona todo late: las bombas, los monitores, los pitidos interminables. Pero, entre tanto sonido, se cuelan risas, dibujos, globos y confidencias con las familias. ¿Cómo se convierte un espacio para salvar vidas en un lugar donde seguir siendo un niño? La respuesta está en ese cuidado silencioso que no aparece en los protocolos, pero que puede cambiarlo todo

Texto: Laura Lasa
Fotografía: Manuel Castells
28 de mayo de 2025
La imagen más común que se tiene de una UCI suele ser la de un espacio frío, casi aséptico, lleno de aparatos y profesionales con rostros cubiertos por mascarillas. Pero en la UCI Pediátrica de la Clínica Universidad de Navarra en su sede de Pamplona ocurre algo más. Aquí, mientras el cuerpo lucha por recuperarse, la vida no se detiene. Se aferra a los pequeños gestos, a los vínculos que nacen incluso en los momentos más duros.
Una madre que llega con el corazón encogido termina charlando cálidamente con la enfermera mientras toma “a escondidas” una Coca-Cola que “le sienta muy bien”. Un adolescente sigue construyendo su futuro desde la cama, entre apuntes de Arquitectura. Y un niño ecuatoriano almuerza un plato de arroz preparado como en su tierra, porque en cocina lo saben bien: si come, se siente un poco más en casa.
Adaptarse para cuidar
“Convertir la UCI en un hogar es muy difícil, porque esto nunca para”, reconoce Álvaro Rubio, enfermero. “Siempre hay luces, alarmas, ruido... Pero intentamos que el entorno sea un poco más amable: apagamos lo que se puede, bajamos la intensidad, ponemos dibujos, música. Y, sobre todo, estamos ahí, cerca”. Esa presencia, constante y adaptada a cada familia, es lo que marca la diferencia.
Aquí no hay horarios fijos ni rutinas cerradas. No los hay para bañar a un niño, ni para darle de comer, ni siquiera para hablar. “A veces no puedes cambiarle la cama porque el niño no está bien. Pues no la cambias”, explica su compañera Idoya Sarobe. “Hay cuidados que son flexibles. Y eso también es cuidar”.
Lo esencial, coinciden ambos, es anticiparse. Saber cuándo una madre necesita un vaso de leche caliente o, simplemente, dormir. Porque en este lugar no solo se cuida al paciente, sino a toda la familia. La UCI, dicen, muchas veces es más dura para los padres que para los propios niños. Ellos, a su manera, aún saben sumergirse en su mundo, jugar, soñar. Por eso, cuando hay días en los que el paciente está estable, el equipo aprovecha para dar un respiro a quienes lo acompañan. “Cerramos la puerta, les damos intimidad, aunque seguimos monitorizando desde fuera”, cuenta Idoya. “Cuando sienten que respetamos su espacio, que no están solos, también se sienten más seguros”.
Compromiso en cada detalle
Cada día, la UCI Pediátrica trae nuevos desafíos, en los que el conocimiento especializado y la experiencia se convierten en aliados indispensables. Los aparatos y tratamientos son oportunidades para marcar la diferencia en la vida de un niño. “El hemofiltro, por ejemplo, es una máquina compleja, similar a un riñón artificial, que solo se utiliza en los casos más graves. Cuando llega, se siente un respeto inmediato, porque sabes que significa que el pequeño está atravesando su momento más crítico”, explica Idoya. Sin embargo, más allá de la complejidad técnica, lo esencial sigue siendo el bienestar del paciente. “La monitorización es constante. No es lo mismo tomar la tensión una vez al día que estar pendiente de ella cada media hora. En este entorno, los detalles cuentan y cada persona merece nuestra atención plena”.
Ser niño no puede esperar
En esa tarea de humanizar la UCI, el equipo de Pedagogía Hospitalaria juega un papel fundamental. “A mí me gusta decir que hacemos realidad el derecho a la educación, aunque el niño esté ingresado”, cuenta Belén Ochoa, responsable de la unidad.
En un colegio, el aula marca los ritmos y el aprendizaje es el objetivo central. Pero, aquí, la prioridad es otra: la salud, la vida. Y es ahí donde las pedagogas se adaptan, con respeto y sensibilidad, para convertirse en parte de ese engranaje que cuida desde todos los frentes.
“Tratamos de que siga estudiando, jugando, aprendiendo… En definitiva, que siga siendo un niño”, explica. Por eso, cada intervención se convierte en un acompañamiento personal. Las actividades se adaptan, no solo al estado clínico del paciente, sino también a su historia, a su ritmo, a lo que necesita emocionalmente ese día.
La pedagogía en la UCI es mirar más allá de los libros. Es entrar en una habitación con una sonrisa y quedarse el tiempo que haga falta. Es individualizar, escuchar a la familia, entender que lo educativo también es un hilo que conecta a las personas con la vida fuera de esas paredes. Y las sostiene. “Un día hacemos manualidades, otro leemos cuentos, otro jugamos con anillas de colores…”, añade. “Lo importante es que el paciente no se sienta atrapado en el rol de ‘niño enfermo’, que haga todo lo que pueda hacer para no olvidar quién es”. Para lograrlo, trabajan codo con codo con el resto del equipo sanitario, porque todo forma parte de un mismo camino hacia la recuperación.
Los más pequeños sufren sobre todo el impacto corporal: las agujas, el dolor, los procedimientos. Pero en los adolescentes pesa más lo invisible: el miedo, la incertidumbre, el hecho de saber demasiado. “Al final son más conscientes, no les importa tanto que les pinchen, pero sí lo que pueda pasar o que los demás estemos preocupados”, explica Nuria Febrer, también pedagoga. “No se trata de fingir que todo está bien, pero sí de ser ese aire fresco que entra en una habitación cerrada. Somos su batería cuando ellos se quedan sin fuerzas”.

BELÉN OCHOA
Responsable de Pedagogía Hospitalaria

IDOYA SAROBE
Enfermera
Una familia en el cubículo
En muchas ocasiones, se tejen vínculos muy fuertes. “Recuerdo a una madre que estuvo semanas encerrada en el cubículo, porque era la donante de médula para su hijo”, relata Álvaro. “Dormía allí, comía allí, vivía allí. Al principio no quería separarse ni para ir al baño. Pero con el tiempo se fue soltando, nos reíamos, hablábamos de sus otras hijas, de su marido, de la vida…”.
Esa confianza, construida turno a turno y gesto a gesto, es lo que transforma la UCI en algo más que un espacio de cuidados intensivos. “Creamos una pequeña familia”, dice sin rodeos. Porque también festejamos la Nochevieja, colgamos dibujos y cantamos cumpleaños. Incluso se viven bautizos.
“Una vez tuvimos a un bebé ingresado casi un año. Celebramos que se levantó en la cuna. Luego empezó a gatear. Y un día, dio sus primeros pasos”. Álvaro no lo olvida. Porque aquí, entre respiradores y analíticas diarias, los pequeños logros se celebran como si fueran milagros. Y a veces lo son.
La cara más fuerte del dolor
Pero no siempre es fácil. Hay momentos en los que hay que hacer una pausa, apartar al niño con delicadeza y sentarse con los padres en una salita para explicarles con calma lo que viene. “Son momentos duros. Muy duros”, confiesa Idoya. “Pero siempre se hacen desde el respeto, con humanidad, con todo el cuidado posible. Y las familias son increíblemente fuertes. Más de lo que imaginamos”.
Cada paciente deja una huella profunda. “Sigues en esto porque te da una satisfacción inmensa. A veces solo es bajarle la fiebre, cambiarle de postura o hacerle reír… Y cuando lo consigues, se te queda dentro”.
Y es que en esta unidad lo tienen claro: aunque la estancia sea corta o larga, cada día cuenta. Cada momento importa. “La UCI Pediátrica es un lugar de paso, no el final de nada. Aquí se viene porque aún queda mucho por hacer. Mucho por vivir”, afirma Idoya.
Y así, cada día, cada turno, el objetivo sigue siendo el mismo: en medio de cables, alarmas y tratamientos, hacer espacio para las anécdotas, las sonrisas y los dibujos pegados en la pared. Como si fuera un hogar. Porque, en el fondo, lo es.